DEL "POR AHORA"AL "MIENTRAS TANTO", POR ANDRÉS CARDINALE





Del “por ahora” al “mientras tanto” (una crónica del país dividido)

Andrés Cardinale

En: Prodavinci, 18-04-2013

“No hurgues en los archivos pues nada consta en actas./ Ay, la violencia pide oscuridad/ porque la oscuridad engendra el sueño/ y podemos dormir soñando que soñamos.// Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria./Duele, luego es verdad. Sangra con sangre./Y si la llamo mía traiciono a todos.//Recuerdo, recordamos./ Esta es nuestra manera de ayudar a que amanezca / sobre tantas conciencias mancilladas/sobre un texto iracundo, sobre una reja abierta,/sobre un rostro amparado tras la máscara.// Recuerdo, recordemos/ hasta que la justicia se siente entre nosotros”. Rosario Castellanos, en Memorial de Tlatelolco.



Es domingo. Sobre las casas más altas del cerro, de bloques sin frisar y con ventanas que son meros huecos para que entren el aire y la luz, sin rejas ni vidrios, contra el cielo claro del valle y con el sempiterno Ávila como telón de fondo, dos papagayos, de forma hexagonal, con una estrella azul de seis puntas en el centro, vuelan. Infantiles, inocentes y exactos a los que veía hace mil años, cuando era niño, mientras subíamos, después de pasar el fin de semana en Macuto.

Son más o menos las tres de la tarde. Nunca había visto los papagayos volar desde tan cerca. Estoy bajo ellos, viéndolos moverse en un viento que no parece lo suficientemente fuerte para elevarlos hasta lo más alto, sentado en una acera del barrio 5 de Julio, en Petare.

Pero no es este un domingo cualquiera, sino el 14 de abril de 2013. En un mes exacto cumplo 50 años. Ya no soy un niño inocente y me vería ridículo volando una cometa: estoy aquí como voluntario de última hora del Comando Simón Bolívar del Municipio Sucre, para darle apoyo ―más moral que logístico ― al grupo de militantes que, contra viento y marea ―más las amenazas ante las que se ríen a mandíbula batiente―, ha tenido menos de un mes para convencer a algunos de sus vecinos e incluso familiares, puerta por puerta, para que voten por Henrique Capriles Radonsky en unas elecciones en las que, en más de un sentido, se juega el destino de tantas cosas que es imposible enumerarlas… entre ellas, el derecho a que el cielo, incluso en un domingo electoral, esté lleno de papagayos que le den a los niños que los manejan desde tierra la pasajera ilusión de que controlan su vuelo.

Las autoridades electorales del centro electoral frente al cual estoy han sido “justas” y “equitativas”: no han dejado que los “azules”, a quienes estoy acompañando, pongan su quiosco, pero tampoco han podido ponerlo los “rojos”, que están una cuadra más allá. Eso sí, “aquellos” tienen permitido reproducir música proselitista a tal volumen que uno apenas alcanza a escuchar sus propios pensamientos. Sin pudor y contra la ley, despliegan toda la panoplia publicitaria que han puesto a su disposición, pasan gritando consignas con megáfonos, usan franelas rojas con todos los lemas posibles de las mil misiones del gobierno, boinas coloradas o la gorra tricolor de la disputa con un “4-F” bien grande al frente, para que no haya dudas. Uno de ellos entró a votar con su hijo, de unos cuatro años, tomado de la mano. El niño iba disfrazado con uniforme militar y boina roja, y lo dejaron entrar. Los de franela carmesí pasan ―¡oh, felices los que pueden no estar sobrios en estas circunstancias!― frente al centro de votación, con la cerveza o la botella de aguardiente en la mano, como si tal cosa. ¿Ley seca? ¿En el barrio? ¡Jamás! ¡Eso sí tumbaría a cualquier gobierno!

De hecho, Jacinto, uno de los responsables del “punto azul”, me dice que, apenas anoche, subió una cava del gobierno llena de “polarcitas” para que los militantes aguantaran “el calor” ―climático y metafórico― que podía preverse para la jornada de hoy. Eso sí, los del lado de Capriles no pueden usar ningún distintivo partidista, ni siquiera una camisa azul. No es porque tengan miedo. Es sólo por si acaso, para que las autoridades no los reprendan. Por su edad, Jacinto sí se atreve: lleva una gorra negra con una mínima bandera tricolor y el lema “Venezuela somos todos”.

Mi día comenzó temprano, a las 5:30 am, estrenándome como parrillero de motorizado para llegar al punto de reunión. De allí, en otra moto, fui a un centro electoral a comprobar que todo estuviera en orden. El resultado fue mi única herida de guerra: una quemadura que aún hoy, tres días después, supura sobre mi tobillo derecho por pegarlo del tubo de escape. Nada de lo que estar orgulloso, sólo falta de experiencia “motorizada”.

La coordinadora del CNE del “Francisco Espejo” con un guardia nacional “bolivariano” y malencarado a su lado, con una sonrisa no demasiado sincera, me permitió el paso y me dio la información: la máquina de la mesa 7 no estaba funcionando y habían llamado al técnico. Pero no me dejó entrar a comprobar si lo que me decía sobre la presencia de los 14 testigos era cierto. Otra vez en la parrilla al sitio de reunión, a entregar el informe, y de allí al “punto azul” del barrio 5 de julio, a pasarme el día tratando de ayudar, de dar ánimo y soporte a quienes tenían la tarea más fuerte, sin más recursos que su voluntad: ir a buscar votantes y llevarlos a que cumplieran, para luego anotarlos en las listas.

Llegar al “punto azul” no era fácil en el dédalo de barrios que es el norte de Petare. Menos con un motorizado que, como era de San Martín, no conocía la zona demasiado bien. Muchas de estas comunidades tienen fechas como nombre y los lugareños se refieren a ellas sólo por los números: el 5 de julio es, simplemente “el cinco”, el 12 de octubre es “el doce” y lo que las “marca” son, ora portales con el nombre, ora puntos de referencia que nadie que no sea del lugar maneja. Así que las instrucciones que me dio Mercedes, la otra encargada del “punto azul”, fueron que la esperara en la entrada, ubicada frente a la inconclusa estación de Petare del igualmente inconcluso metrocable. Este gobierno, se sabe, no es muy conclusivo, excepto para saltar a conclusiones. Después de media hora de esperarla, llegó. Con ella caminé las tres cuadras, más o menos, que nos separaban del “punto azul”.

Mi primer sentimiento fue de pánico: aún a esa hora ―serían las 9:00 am a más tardar―, la Operación Remolque del gobierno estaba en pleno apogeo: “jipses” que subían y bajaban gente, todos con pancartas del occiso líder y su candidato. Y, para que no quedaran dudas, cartelones escritos a mano que decían “Transporte PSUV” ―no “de votantes”―; igual pasaba con los motorizados, de mirada torva, que identificaban sus tareas como “movilizadores” con afiches pegados al frente de sus mecánicas cabalgaduras. Me susurran, aunque no me consta, que cada uno está recibiendo mil bolívares fuertes (más o menos la mitad del sueldo mínimo mensual) por sus labores de hoy.

Cuando me ofrecí como voluntario, iba decidido a quedarme hasta después de la auditoría y el conteo, con o sin aprobación del Comando Simón Bolívar. Llevaba una muda de ropa en el morral, pasta y cepillo de dientes, un pequeño pote de talco, frutos secos, seis cajas de cigarrillos y tres yesqueros. Esto es todo lo necesario para sobrevivir hasta dos días. Para quien ha pasado, en varias ocasiones, más de doce horas esperando por un tren en la mussoliniana y brutalista estación central de Milán, basta una silla en cualquier parte para resistir una noche en la cual, de todos modos, igual nadie iba a dormir…

Mi primera reacción la recibieron mis panas desde el BlackBerry: “¡Ni de vaina me quedo aquí esta noche!”. Es que, como se imaginará el lector, a esa hora temprana ya me había percatado de que era obvio que todos se daban cuenta de que yo no era de por esos rumbos. ¿Cucaracha en baile de gallina? ¡Ni siquiera! Blanco fácil, en todo caso. Los motorizados no mostraban armas, pero eso no era certeza de que no las llevaran.
No todo el mundo lo entiende, pero una de las ventajas de haber sido miope desde los dos años es que uno está obligado a “aprender a ver”. Y sí, aunque los que me conocen saben que no paro de hablar, eso no significa que no sepa ver y escuchar. Así que, naturalmente, protegido por mis anteojos y el respeto ―sustantivo derivado del verbo latino “respectare”, que significa “volver a ver”, para cerrar bien la miope metáfora―, me presenté, le di la mano a todos, los traté de usted y me dispuse, a pesar de mi miedo inicial, a observar y conversar.

Antes de las 11:00 am, el miedo ya no existía. Para nada. Había desaparecido, sólo para ser sustituido por la curiosidad, el interés, las conversas y los descubrimientos. Ya para entonces llevaba dos horas rodeado de gente que, para decirlo en buen español, es la sal de la tierra. Pero como en este caso la tierra se llama Venezuela, además de la sal esa gente es la pimienta guayabita y el papelón, el ají dulce y el apio, el café y la canela, la perpetua sonrisa ante la adversidad, el optimismo a toda prueba. Éste es ese “pueblo que canta cuando va a llorar”, para robarle unas palabras al “San Juan to’ lo tiene” de Eduardo Serrano.

El 5 de Julio, y, por extrapolación, cada barrio de esta zona es como un “pueblo chico”. Sí, ya sé que eso implica, por el clásico refrán, ser un “infierno grande” (y en cierto sentido es verídico), pero la realidad ―esas pedradas y botellazos que todos estamos evadiendo― es que en estas comunidades, donde la vida no es que se pone más dura cada día, sino que ha sido dura cada día desde que dios echó a andar el mundo, son como los pequeños pueblos: todos se conocen de media vida ―o más―, del convivir y verse en la calle. Todos son “familia”, “compadres”, “comadres”. Panas.


Me cambié los anteojos de ver de lejos por los de leer, una y otra vez, buscando la “división” de la que leo todos los días en los sesudos análisis de los expertos, esperando encontrar el odio, esa palabra que, con tanta frecuencia, aparece en los discursos en boga, sea para afirmarlo, sea para negarlo. Lo busqué con atención microscópica, con alevosía intelectual, con paciencia de entomólogo. Pero nada. No aparecía por ninguna parte. Diferencias sí había, cómo no, y opiniones, muchas, ¿pero odio? ¡Nada que ver!

Si algo se respiraba en el ambiente, en la atmósfera del 5 de Julio, era un aire más parecido a la antesala de un juego entre los Leones y el Magallanes que al de una batalla campal. Bromas, chascarrillos, apuestas sobre el ganador. Y risas. La vieja Venezuela, el país en el que nací, crecí y me eduqué, ese país en el que, extraño como soy, existo; ese país en el que si necesito huir es de mí mismo. Ése en el que todos habíamos cabido hasta hace catorce años. Los tonos de la piel, el color de los ojos, el rizado del pelo, eran sólo eso: diversidades, diferencias (las combinaciones de unas y otras características resultaban, en ocasiones, de una belleza extraordinaria: pieles de cobre con ojos de esmeralda o de zafiro; el impecable y perfecto cutis de una mujer negra vestida de un blanco impoluto, que no se manchaba ni cuando se sentaba en la parrilla de la moto que la llevaba y la traía mientras hacía sus “exit polls”). No había “posturas irreconciliables”.

En el 5 de julio estaba viva la Venezuela de siempre. La mía, la nuestra, la del “nos-otros” del que escribiera José Manuel Briceño Guerrero con inusual tino.

Para las tres de la tarde, la hora de los dos papagayos, estaba “en mi sitio”. Claro: incómodo y harto de estar sentado en la acera o uno de los banquitos de plástico que Jacinto había traído, quemado por un sol que en lugar de broncearme me pone rojo como si me avergonzara de haber nacido en el trópico ―yo, que pasé mis primeros años tostándome bajo sus rayos en Macuto―; agotado por la falta de sueño y el estrés de no saber lo que pasaba. Pero, como dije más arriba, ya estaba en “mi sitio”, en mi “guarimba”.

La palabra “guarimba” es una de las más bellas del dialecto venezolano. La guarimba ha sido, en los juegos infantiles y desde siempre, ese lugar recóndito al que uno se retira para no ser descubierto, ese sitio que uno no le revela a nadie porque, en el fondo, está dentro de uno. Meterse en guarimba es adentrarse en la propia alma. Eso me vino a la mente y me entró un ataque de rabia puramente lingüística, cuando me percaté de cómo nos han robado una palabra de infancia, una palabra de juego y de íntimo escondite, para tornarla en acusación, en insulto, en culpa, en un puñetazo verbal con el que se pretende arrebatar lo que somos. ¿Qué nos está pasando? ¿Quién decretó que “guarimba” era una mala palabra? ¿Con qué derecho?

La guarimba que vi yo, con estos anteojos míos, en el barrio 5 de Julio, estaba a plena luz y era la absoluta certeza de aquellos a los que fui a darles apoyo ―aunque más me apoyaron ellos a mí― de que trabajaban por algo en lo que creían. Punto. Nadie encendió nada más peligroso que un cigarrillo y eso que fui yo el que más fumó. Nadie fue agresivo. De hecho, en cierto momento, mientras buscaba una sombra para protegerme del sol, me tocó sentarme, en la exigua acera, junto a una muchacha que llevaba una carpeta con su lista. Me identifiqué como voluntario del Comando Simón Bolívar y le pregunté para quién trabajaba ella: “Para el otro comando”, me dijo. Le contesté: “Bueno, cada uno a lo suyo, ¿no?”. “Claro: eso es la democracia”. Lleva un distintivo del Comando Hugo Chávez y, cada cierto tiempo, se reúne con otro que lleva la misma credencial y que, a ojos vistas, como yo, no es de por estos lares: un hombre alto y blanco, de unos 35 años, de pelo castaño clarísimo, barba rala y arreglada a la moda, con grandes lentes y pinta de sociólogo o clarinetista aficionado…

Me despierta la curiosidad y pregunto por él. Me dicen que es del partido de gobierno y que vive en una de las urbanizaciones “de por allá”, con su esposa, pero que tiene su “querida” en el barrio a la que viene a visitar con frecuencia. Descubro con sorpresa que el “activismo político” puede ser también “sexual” y, de paso, la perfecta excusa para “actividades extramaritales”. Un perfecto ejercicio de hipocresía pequeño-burguesa que me llena de perplejidad. Recuerdo a Marx, ese defensor de la clase obrera, preñando a una de las sirvientas de su esposa, y a Engels asumiendo el desliz para evitarle problemas al gran ideólogo y a la pobre mujer embarazada y despedida. El marxismo en plena acción.

Aquellos a los que conocí en el “punto azul” son gente de trabajo, que no quieren nada de gratis: quizás una pequeña ayuda para “arrancar”, para tener un “chance”. Son, también, gente solidaria, generosa. Insisten e insisten en que acepte una de las comidas que envió el comando. Les contesto que no tengo hambre, que estoy a punta de adrenalina y cigarrillos, pero al final, ante su insistencia, me como en silencio y con modestia el asado con arroz y plátano frito que me dan. No sabía que tenía tanta hambre y el arroz estaba perfecto. Cada cierto tiempo, alguien toma el termo de café vacío, sube a su casa y lo baja lleno. Aunque el café no se consiga, una taza no se la niegan a nadie. Uno de ellos (uno de los hombres) lo ha colado con clavo de olor y este café de la escasez, este café de la generosidad, este café de la comunión, me sabe mejor que cualquiercappuccino o macchiato en Italia.

Pero vuelvo a la gente. Una de ellas, ahora retirada, fue enfermera: “Mi casa la hice yo. No se la debo a nadie”, me dice con orgullo y luego me pregunta: “¿Usted cree que es justo que mi hermana, que tiene 80 años, esté, porque es chavista, con una franela roja, cortando monte en las islas de las autopistas por sueldo mínimo y que le paguen cada dos meses, cuando debería estar retirada y tener una pensión? ¿Usted cree que es lógico que ella siga creyendo en todo esto cuando hace un año le mataron a uno de sus hijos? ¡Yo no la entiendo!”. Una de sus hijas también es enfermera: “especializada en inmunización”, me dice con orgullo. “Trabajo en el consultorio que está sobre la escuela”, es decir, justo enfrente, sobre el centro de votación.

La otra hija es coordinadora electoral del centro y motor político de la familia. Ella sola es un comando: todos sus parientes la acompañan durante todo el día bajo el sol inclemente. Es egresada de los talleres de folclore que dicta la Fundación Biggott. Creo que su hija y un sobrino están en el centro de votación como testigos por la Mesa de Unidad. Entran y salen a reunirse con nosotros, a decirnos cuántos de los 1.325 votantes de la mesa han ejercido ya su derecho. Ése que, antes de la nueva constitución, era también un deber.


También está el motorizado, que, voluntariamente, lleva a quienes se acercan al “punto azul” a sus centros de votación. Su única queja fue tener que llevar a un señor mayor a votar •”¡En El Hatillo! Si se muda para acá, ¿por qué no pide que lo cambien para un centro de por aquí? Yo antes votaba en Barlovento, pero, cuando me mudé para acá, pedí el cambio. Si no, no podría colaborar”. Pero es tan generoso y está tan comprometido que me llevó a mí a votar en Chuao y me trajo de vuelta.

En el centro de votación no hay colas ni retrasos. Luego de 14 años acostumbrados a las largas horas de espera (“El 7 de octubre la cola era de un kilómetro”, me cuentan), eso resulta extraño, sospechoso. No es que haya poca afluencia: es que el proceso se ha hecho rápido, veloz. Tanto que no parece real. Es como si la consigna, esta vez fuera, en lugar de la “Operación Tortuga”, la “Operación Liebre” (y, vista la velocidad con la que se desarrollaría todo luego, creo que tengo razón… aunque el resultado, esta vez, parezca contradecir a la moraleja de la fábula clásica).

Como todos se conocen, como les dije, el “secreto” del voto aquí no es tal cosa. Los comprometidos con la causa abiertamente se acercan al “punto azul” y dan sus datos sin mayores problemas. Otros, que han cambiado de bando y no quieren problemas, se acercan a saludar en voz alta al vecino de toda la vida o a la comadre y luego, en un susurro, dicen: “Anótame ahí”, y se van como si nada. Un hombre que ya ha votado en otro centro y se ha anotado, aguarda, con su hijo en brazos, mientras su esposa se expresa en la urna. Ella sale, sin secarse del todo el dedo y le pinta al niño, de unos dos años, el meñique derecho para que sienta que participó, “que también votó”. Toda una lección de que el espíritu democrático, ése que se sembró durante los “cuarenta años” que ahora se pretenden de iniquidad, está vivito y coleando en esta Venezuela, extraña pero conocida, en la que estoy ahora. Lo digo con seguridad, porque vi a una familia chavista hacer exactamente lo mismo con el meñique de su hijo. ¿Dónde está la brecha que nos separa? ¿Dónde el odio? ¿Dónde están los dos toletes? ¡Aquí no es!
A simple vista, pareciera que la semilla del odio que se ha tratado de sembrar no ha germinado tan bien como la de la democracia. ¿Será que esta Venezuela, siempre parejera, no es tierra fértil para el odio, para el “divide y vencerás”, esa receta milenaria para lograr la conquista? El simple hecho de poder hacerme la pregunta me da algo de esperanzas.

Claro que no todo es miel sobre hojuelas. Los vecinos del 5 de julio se conocen, pero Jacinto me confiesa que tienen “sus extremistas y todos saben quiénes son”. Y los mantienen, mancomunadamente, bajo control. “Uno de ellos me amenazó una vez”, me dice Jacinto. Como ha sido dirigente comunal del barrio por doce años y se ha ganado el aprecio de todos, le respondió al extremista: “Mira, si me pasa algo, el que va a estar en problemas eres tú, porque a mí aquí me conocen y me quieren todos, de bando y bando. ¡Así que cuidado!”

Así, poco a poco y bajo mis narices, gritos y susurros expresan que Venezuela sigue siendo mi patria. Mi “Mater Dolorosa” en trabajo de parto. Sin embargo, al pasar de las horas, todo se hace más extraño y me entran dudas. Además de los afiches de propaganda oficial, en algunas paredes hay pintas. Sobre la leyenda “capucha”, un rostro del que sólo se ven los ojos amenaza. “Los ponen ahí para amedrentarnos —me dicen— pero no lo logran”, remata riéndose. Sin asombro, compruebo que los ojos que me miran desde la pinta son los del comandante muerto. “Big Brother is watching you… under the hood”: Orwell se tropicaliza con la ayuda del socialismo real.

La misma imagen se repite en franelas que llevan muchachos de entre ocho y doce años. En un suspiro, se me va el santo al cielo. Son catorce años de ideologización, importada de otras latitudes, y mal hecha, pero hecha. ¿Estos muchachos llevan la franela porque es la más nueva y es gratis o creen en la imagen que la ilustra?
El día se acerca a su fin. Levanto la vista al cielo. Ya no se ve volar ningún papagayo. En el enredo del cableado eléctrico, sobre una bombilla que ha estado encendida todo el día, a pesar de la crisis energética, cuelga el cadáver mustio de un papagayo viejo y descolorido. Me pregunto si alguna vez nuestras cometas alcanzarán la altura que merecen.

Se acerca la hora del conteo. Quería quedarme hasta la auditoría pública, pero son las seis de la tarde y me dicen que el proceso terminará como a las nueve. Les confieso que me da miedo salir a esa hora porque es obvio que no soy del barrio y es un riesgo. Me dicen que “Es verdad” y se ríen. No se ríen de mí, porque yo me río con ellos. “Nos-otros” nos reímos. Venezuela sigue siendo una y eso es un pensamiento reconfortante.
Al llegar a mi casa, un par de horas después, me doy un baño largo y me siento a esperar los resultados, que terminan siendo mucho más cerrados de lo que cualquiera de los dos comandos esperaba. Por decreto del CNE, Venezuela está dividida en dos toletes, casi iguales en número. Y uno de los dos pretende imponerse, “autoridad en mano”, sobre el otro.

Vuelvo sobre la experiencia del día y me pregunto dónde está esa Venezuela dividida que quieren venderme. No está ni en mí, ni en los caprilistas ni en la mayoría de los chavistas a los que vi, conviviendo en paz, a pesar de sus penurias, en el 5 de Julio. Allí, querido lector, no estaba.

¿Dónde? ¿Dónde está esa Venezuela partida en dos, esa Venezuela herida de muerte? La respuesta es obvia. Esa Venezuela dividida está en la mente de unos cuantos, de unos pocos. Está en las decisiones del CNE, en las del Tribunal Supremo de Justicia, en las del presidente que ganó por los pelos y entre dudas. Imagino a los habitantes del 5 de Julio, de uno y otro bando, arrastrando sus banderas ante un triunfo con gusto a derrota, ante una derrota con aroma a victoria.

Quizás, por primera vez en mi vida, yo pecador, yo sin fe, rezo con convicción: que Dios nos proteja de los que, en nombre de la justicia pero en ejercicio ciego del poder, nos quieren en dos bandos irreconciliables. Esos dos bandos que, en la realidad que vi, no existen…


Tomado de www.prodavinci.com, 18-04-2013

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sitio certificado por
Adoos
milano part time
apróhirdetések hu