domingo, 21 de julio de 2013

LAS 10 ESTRATEGIAS DE MANIPULACION MEDIATICA, por Sylvain Timsit

1. La estrategia de la distracción.

El elemento primordial del control social es la estrategia de la distracción, que consiste en desviar la atención del público de los problemas importantes y de los cambios decididos por las elites políticas y económicas, mediante la técnica del diluvio o inundación de continuas distracciones y de informaciones insignificantes. La estrategia de la distracción es igualmente indispensable para impedir al público interesarse por los conocimientos esenciales, en el área de la ciencia, la economía, la psicología, la neurobiología y la cibernética. “Mantener la Atención del público distraída, lejos de los verdaderos problemas sociales, cautivada por temas sin importancia real. Mantener al público ocupado, ocupado, ocupado, sin ningún tiempo para pensar; de vuelta a granja como los otros animales” (cita del texto ‘Armas silenciosas para guerras tranquilas’).

2. Crear problemas, después ofrecer soluciones.

Este método también es llamado “problema-reacción-solución”. Se crea un problema, una “situación” prevista para causar cierta reacción en el público, a fin de que éste sea el mandante de las medidas que se desea hacer aceptar. Por ejemplo: dejar que se desenvuelva o se intensifique la violencia urbana, u organizar atentados sangrientos, a fin de que el público sea el demandante de leyes de seguridad y políticas en perjuicio de la libertad. O también: crear una crisis económica para hacer aceptar como un mal necesario el retroceso de los derechos sociales y el desmantelamiento de los servicios públicos.

3. La estrategia de la gradualidad.

Para hacer que se acepte una medida inaceptable, basta aplicarla gradualmente, a cuentagotas, por años consecutivos. Es de esa manera que condiciones socioeconómicas radicalmente nuevas fueron impuestas durante las décadas de 1980 y 1990: Estado mínimo, privatizaciones, precariedad, flexibilidad, desempleo en masa, salarios que ya no aseguran ingresos decentes, tantos cambios que hubieran provocado una revolución si hubiesen sido aplicadas de una sola vez.

4. La estrategia de diferir.

Otra manera de hacer aceptar una decisión impopular es la de presentarla como “dolorosa y necesaria”, obteniendo la aceptación pública, en el momento, para una aplicación futura. Es más fácil aceptar un sacrificio futuro que un sacrificio inmediato. Primero, porque el esfuerzo no es empleado inmediatamente. Luego, porque el público, la masa, tiene siempre la tendencia a esperar ingenuamente que “todo irá mejorar mañana” y que el sacrificio exigido podrá ser evitado. Esto da más tiempo al público para acostumbrarse a la idea del cambio y de aceptarla con resignación cuando llegue el momento.

5. Dirigirse al público como criaturas de poca edad.

La mayoría de la publicidad dirigida al gran público utiliza discurso, argumentos, personajes y entonación particularmente infantiles, muchas veces próximos a la debilidad, como si el espectador fuese una criatura de poca edad o un deficiente mental. Cuanto más se intente buscar engañar al espectador, más se tiende a adoptar un tono infantilizante. ¿Por qué? “Si uno se dirige a una persona como si ella tuviese la edad de 12 años o menos, entonces, en razón de la sugestionabilidad, ella tenderá, con cierta probabilidad, a una respuesta o reacción también desprovista de un sentido crítico como la de una persona de 12 años o menos de edad” (ver ‘Armas silenciosas para guerras tranquilas’).

6. Utilizar el aspecto emocional más que la reflexión.

Hacer uso del aspecto emocional es una técnica clásica para causar un corto circuito en el análisis racional, y finalmente al sentido crítico de los individuos. Por otra parte, la utilización del registro emocional permite abrir la puerta de acceso al inconsciente para implantar o injertar ideas, deseos, miedos y temores, compulsiones, o inducir comportamientos.

7. Mantener al público en la ignorancia y la mediocridad.

Hacer que el público sea incapaz de comprender las tecnologías y los métodos utilizados para su control y su esclavitud. “La calidad de la educación dada a las clases sociales inferiores debe ser la más pobre y mediocre posible, de forma que la distancia de la ignorancia que planea entre las clases inferiores y las clases sociales superiores sea y permanezca imposibles de alcanzar para las clases inferiores” (ver ‘Armas silenciosas para guerras tranquilas’).

8. Estimular al público a ser complaciente con la mediocridad.

Promover al público a creer que es moda el hecho de ser estúpido, vulgar e inculto, malhablado, admirador de gentes sin talento alguno, a despreciar lo intelectual, exagerar el valor del culto al cuerpo y el desprecio por el espíritu.

9. Reforzar la autoculpabilidad.

Hacer creer al individuo que es solamente él el culpable por su propia desgracia, por causa de la insuficiencia de su inteligencia, de sus capacidades, o de sus esfuerzos. Así, en lugar de rebelarse contra el sistema económico, el individuo se autodesvalida y se culpa, lo que genera un estado depresivo, uno de cuyos efectos es la inhibición de su acción. ¡Y, sin acción, no hay revolución!

10. Conocer a los individuos mejor de lo que ellos mismos se conocen.


En el transcurso de los últimos 50 años, los avances acelerados de la ciencia han generado una creciente brecha entre los conocimientos del público y aquellos poseídas y utilizados por las elites dominantes. Gracias a la biología, la neurobiología y la psicología aplicada, el “sistema” ha disfrutado de un conocimiento avanzado del ser humano, tanto de forma física como psicológicamente. El sistema ha conseguido conocer mejor al individuo común de lo que él se conoce a sí mismo. Esto significa que, en la mayor parte los casos, el sistema ejerce un control mayor y un gran poder sobre los individuos, mayor que el de los individuos sobre sí mismos.

Fuente. 20 minutos
http://www.educacionmediatica.es/?p=1495

sábado, 20 de julio de 2013

EL CENTRO Y LA PERIFERIA:OTRA VERSIÓN DE LOS DESTIERROS


Armando Rojas Guardia

http://prodavinci.com/2013/07/16/ideas/el-centro-y-la-periferia-por-armando-rojas-guardia/


Hay un sentimiento soterrado, y a veces muy explícito, en nosotros los venezolanos. Más que una conceptualización es eso, una suerte de sensación, un sentimiento: la sensación y el sentimiento de fracaso. Algo profundo en nuestro sentir colectivo se relaciona orgánicamente con lo fallido, lo truncado, lo abortado, lo desgarrado, lo desviado, lo extraviado (como una flecha que no logra dar en el blanco).

Esa sensación o sentimiento de fracaso tiene, a mi juicio, dos causas objetivas: primero, la “capitis diminutio”, la disminución de nuestra autoestima nacional al compararnos siempre con la gesta heroica que está en la base, en el comienzo de la vida republicana de Venezuela. Todos nos sentimos crónicamente disminuidos frente a la envergadura política y militar, y en general existencial, de aquella, nuestra primera hora histórica. Ese sentir ya estaba presente en el siglo XIX: al fallecer Fermín Toro, Juan Vicente González escribió: “Ha muerto el último venezolano”. Todos nos sentimos disminuidos porque no nos percibimos héroes. Y la psicología colectiva dentro de la cual se nos educa es una psicología heroica. El resultado fatídico de este aprendizaje es que siempre nos sentimos por debajo del estatuto heroico de nuestros padres fundadores. Desde el lienzo de Arturo Michelena, que todos contemplamos siendo niños, Francisco de Miranda nos mira inquisitivamente dentro de su prisión de La Carraca: sus ojos nos juzgan, nos interpelan, nos demandan y nosotros, en nuestras pobres vidas de hombres y mujeres del siglo XXI, nunca estamos a la altura de aquel juicio, aquella interpelación y aquella demanda. La psicología del héroe tiene mucho de épica adolescente: el héroe busca autoafirmarse ante el mundo (por eso, por esa obsesión auto afirmativa, la gesta heroica es tan egótica). De modo que anclarnos como país en la psicología del héroe significa estar permanentemente retrotraídos a nuestra adolescencia republicana, negarnos a salir de ella. Pero lo crucial es que ese épico trasfondo psicológico, como referente axial de nuestra vida colectiva, no nos evita —sino, antes al contrario, nos empuja a darnos de bruces contra él— el contraste permanente de nuestros modestos logros históricos con la magnitud de aquella edad heroica, la primera de nuestro devenir nacional.

La segunda causa objetiva de nuestro sentimiento de fracaso ha sido la enorme dificultad del acceso de Venezuela a la modernidad. Es como si no alcanzáramos a ponernos al día con la tarea de ser un país institucionalmente moderno. Y eso lo sentimos todos; repito, más que una constatación conceptual es una sensación, un sentimiento. Una sensación y un sentimiento que pueden adoptar modalidades aristocratizantes, como el “finis patriae” de algunos de nuestros modernistas (pienso sobre todo en Manuel Díaz Rodríguez) que se afinca en el diagnóstico de la realidad nacional como a punto de ser material y simbólicamente dominada por la barbarie, por la definitiva regresión histórica. O bien modalidades implícitamente pesimistas, que plantean una especie de acuerdo entre el afán modernizador y la áspera —y, para esta modalidad, ineludible— realidad de nuestro atraso: el “cesarismo democrático” de Vallenilla Lanz, ese flagrante oxímoron, representa, junto con la actitud de algunos positivistas frente a la situación del país, la más estruendosa aceptación de nuestro fracaso histórico. O bien modalidades estético-literarias más optimistas, aunque trágicas: es el caso de Canaima, de Rómulo Gallegos: Marcos Vargas, como personaje, simboliza en buena medida lo incumplido de nuestro destino nacional, la cita que tenemos contraída desde siempre con nuestra inacabada identidad colectiva y que no termina de realizarse (en ese sentido Canaima es una propuesta estético-literaria más complejamente trágica que la de Doña Bárbara; ésta viene a ser más esquemática y maniquea y, por eso mismo, más superficial).

Pero la modalidad más frecuentada y más significativa simbólicamente que adopta en la literatura venezolana el sentimiento de fracaso por no acabar de ingresar el país a la órbita institucional moderna es el que podríamos llamar “discurso de la marginalidad”. Sucede como si el fracaso eligiera hablarnos dentro de muchos textos importantes de la historia literaria venezolana, desde el punto de vista de la periferia (precisamente lo marginal es periférico): los personajes de La Lluvia, el mejor cuento de Arturo Uslar Pietri; Mateo Martán, el protagonista de Los pequeños seres, de Salvador Garmendia; la prostituta sin rostro de La mano junto al muro, de Guillermo Meneses; los dos homosexuales de La Revolución, de Isaac Chocón, o el país en alquiler o en venta de Asia y el Lejano Oriente, también de Chocrón; los personajes de Caín Adolescente y El pez que fuma, de Román Chalbaud; Cosme y Pío Miranda, respectivamente enActo Cultural y El día que me quieras, de José Ignacio Cabrujas; Andrés Barazarte, quien protagoniza País portátil, de Adriano González León; el hablante lírico de los dos poemas de Rafael Cadenas titulados ejemplarmente Derrota y Fracaso; hasta el grupo de jóvenes que, en Falke, de Federico Vegas, fracasa en su sueño de poner fin a la dictadura gomecista: todos son voces marginales, todos corporizan nuestra periferia, nuestra dificultad para acceder históricamente al centro, nuestro fracaso existencial, colectivamente psicológico, institucional. La mayoría de estas voces no es heroica: muchos de estos personajes son más bien antihéroes y ello resulta también significativo.

La única manera de revertir la negatividad de nuestro sentimiento de fracaso es encararlo, no reprimiéndolo, ni disfrazándolo, ni edulcorándolo con nuevas posturas épicas que nos alejan de nuestra realidad histórica truncada. Con la psicología de las masas colectivas ocurre algo análogo a lo que pasa con la psicología individual: López Pedraza afirma que son tres los factores psíquicos que impiden que el individuo se deslinde de la óptica triunfalista y llegue a situarse en una madura y profunda “consciencia del fracaso”, más allá de la tesitura psíquica dentro de la cual la indiscriminada y avasalladora aspiración al éxito mantiene al sujeto en la imposibilidad de acceder a niveles cada vez más altos de consciencia y libertad. Esos factores son: la huella psicológica del “eterno adolescente”, con sus aspiraciones encandiladas por el brillo heroico; la superficialidad de la histeria, cuya sofocación intrapsíquica hace permanecer a la persona en un frenesí cotidiano donde no puede auscultarse de verdad a sí misma; y el comportamiento psicopático, cuyo vacío existencial sólo puede ser llenado por la imitación compulsiva de modelos gregarios. Efectivamente, a tal nivel colectivo se producen esos tres factores y, de ese modo, un sujeto social, como el venezolano, no puede mirar de frente su propio fracaso y convertirlo enkairós, es decir, en oportunidad creadora. Oportunidad para repensarse a sí mismo, para escoger de manera inédita sus prioridades, para elegir, por ejemplo, una modernidad o una postmodernidad que de verdad le incumba (porque hay una modernidad triunfalista, esclava de la religión del éxito, incapaz también de una fértil “consciencia de fracaso”: la palabra loser encierra toda una mitología abyecta que predomina, en muchos aspectos y con otros revestimientos culturales, en la igualmente adolescente, histérica y psicopática contemporaneidad norteamericana).

Ramón Escovar Salón repetía, hasta muy poco antes de su muerte, que en vez de pretender ser una potencia mundial, Venezuela debería buscar parecerse a naciones como Suecia, Noruega, Dinamarca o Finlandia, países pequeños y medianos, sin afanes históricos grandilocuentes pero donde las instituciones y los servicios públicos funcionan de manera óptima, junto con la convivencia democrática y un clima de máxima tolerancia social. Ajustar nuestros paradigmas heroicos a ese modelo civilizatorio nos reconciliaría con nosotros mismos.

Porque “consciencia del fracaso”, como oportunidad individual o colectiva, es también seguir una ruta que nos traza el poema de Rafael Cadenas, Fracaso, al cual yo haría una lectura obligatoria en todas las escuelas del país, para que nos sirviera de antídoto, de revulsivo y de advertencia desde la niñez: la ruta no épica, ni heroica de salir de la cháchara, de la panoplia, de la frivolidad, del inmenso espejismo petrolero, hacia el paladeo gustoso de nuestros límites, nuestra menesterosidad, nuestra indigencia, para transformarlos en creatividad espiritual y madurez salvadora. Sólo así la marginalidad dejará de ser una maldición, una condena, y se constituirá en una verdadera llamada, en una genuina vocación, en una manera-otra, insólita, de acceder al centro.

Por supuesto que se puede. Cuando asumimos conscientemente la marginalidad lo hacemos, de modo tácito e implícito, tratando de transformar esa misma marginalidad en un centro inédito. Eso debería estar claro para un cristiano. Forma parte esencial del patrimonio doctrinal del cristianismo. El postulado de que la salvación no viene del centro sino de la periferia. Cristo nació en un establo “porque no había lugar para ellos (José y María) en la posada”. El verbo se hizo en carne no en Roma, ni en Atenas, ni en el “Sancta Sanctorum” del templo de Jerusalén, sino en los arrabales de una minúscula ciudad de una provincia marginal del imperio romano; y no en una casa familiar, sino en un establo. Su nacimiento fue primero acogido por un sector despreciado de la sociedad israelita. En el evangelio de Juan se lee que, al tener las primeras noticias de Jesús, Natanael pregunta en alta voz: “¿de Nazaret puede salir algo bueno?”. Para el cristianismo, a Dios se lo encuentra en los lugares periféricos y marginales, aquellos que más nos obligan a salir en voluntario éxodo hacia las afueras del yo, hacia la intemperie ética que es la acogida radical del Otro, especialmente si ese Otro es el excluido, el marginado, el que vive en la periferia de la tópica convencional. El evangelio de Lucas es explícito: “(…) sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a los pobres, a los lidiados, a los ciegos y los cojos…” Esta es la última y suprema invitación al banquete mesiánico. Esos “pobres lisiados, ciegos y cojos” simbolizan a todos los marginados: es la heterotopía evangélica, cuyo máximo exponente es el mismo Cristo, crucificado por la ley en los márgenes de la ciudad, entre dos delincuentes, marginados como él. Nadie puede celebrar un ágape cristiano si no invita a él, simbólica y realmente, al excluido; si no se ubica, de una forma y otra, heterotópicamente, en la periferia y la marginalidad donde viven los segregados por los que se sienten ubicados a sus anchas en el seno del discurso del poder.

La lección, no sólo histórica, sino existencial, e incluso psíquica, de todo ello es que el centro de los acontecimientos paradójicamente está en la periferia: allí donde no lo esperamos encontrar. Se trata de una lección que podemos rastrear incluso hasta en el patrimonio mítico y folklórico de numerosos pueblos y en los cuentos de hadas, tal como los recibimos de los hermanos Grimm, de Perrault y de Andersen: el hermano menor y despreciado cifra la salvación, el detalle marginal e inadvertido se convierte en el eje de los sucesos narrados, lo preterido, olvidado o puesto en la retaguardia termina ocupando el primer plano, lo último se metamorfosea en lo primero. Para decirlo otra vez bíblicamente: “la piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular”. De manera que la marginalidad, que es connaturalmente una situación incómoda y difícil, puede ser un privilegio. En Venezuela tenemos un ejemplo paradigmático de marginalidad creadora. El Castillete de Armando Reverón no es sino el lugar heterotópico y concreto del espacio mental, totalmente al margen de la vida social y artística de su tiempo, desde el cual él se ofrendó a su pintura. Y estando contundentemente al margen logró darnos algunas de las más primordiales imágenes con las que cuenta nuestra espiritualidad colectiva. Su marginalidad lo colocó, de modo inexorable, en el centro.

Hace mucho tiempo que pienso que mi entera existencia se desenvuelve dentro de cuatro marginalidades interconectadas. Son marginalidades que la vida me ha impuesto, pero que, al asumirlas consciente y voluntariamente, han terminado por convertirse en opciones personales: ellas configuran una suerte de vocación que me pone, al margen, en muchos sentidos, del tipo de sociedad en la que nací y del modelo civilizatorio que la caracteriza. En primer lugar la marginalidad del cristiano: no es solamente la naturaleza intrínsecamente periférica de la opción cristiana, como intenté describirla hace un momento, sino el hecho colateral, pero igualmente significativo, de que en Venezuela, para las élites intelectuales el binomio semántico intelectual-cristiano resulta atípico, excéntrico. Esas élites intelectuales son, más que laicas, en verdad laicistas: no conciben que alguien pueda ser intelectual o artista y simultáneamente católico. De modo que al elegir el cristianismo católico como plataforma existencial y al escribir desde él, me coloco a mí mismo en un espacio intelectual y estético periférico. En segundo lugar, vivo la marginalidad de ser poeta dentro de una sociedad productivista y económicamente competitiva, regida por la entronización de la mercancía, en medio de la cual la palabra poética no es rentable, no se traduce en dividendos lucrativos, habla desde una esfera cualitativa que no se deja reducir a lo empíricamente cuantitativo y verificable, escapa de los alcances de la mera racionalidad instrumental y técnica. Pero, es que además, ¿cómo no va a ser marginal el poeta en un país que, pese a contar con una de las mejores tradiciones líricas de la lengua española, paradójicamente no propicia, como paisaje existencial y cotidiano, estados profundos de consciencia donde se haga posible la experiencia poética? En tercer lugar, la marginalidad del homosexual en una sociedad falocrática y machista, donde no hay paradigmas positivos para el eros homoerótico y los homosexuales recibimos la condena tácita o explícita del ostracismo. Y en cuarto lugar, la marginalidad del paciente psiquiátrico: éste es expulsado del marco social y encerrado policialmente por dos razones: porque no es un sujeto productivo, tal como estipulan los cánones económicos de la civilización burguesa que deben serlo todos los sujetos, y porque su “disfuncionalidad” mental se ubica fuera de los patrones culturales de la familia igualmente burguesa: aquella “disfuncionalidad” atenta contra la solidez de ésta, la subvierte. Yo he sido durante años paciente psiquiátrico y guardo en mi memoria las llagas morales ocasionadas por esa exclusión específica que he compartido con muchos compañeros de todas las edades y clases sociales en clínicas y hospitales. Y aunque en este momento de mi vida parezco venir definitivamente de regreso de tal exclusión lacerante, no se me escapa ni por un momento que el día en que, por razones de involuntaria problemática mental, vuelva a ser un sujeto económicamente improductivo y atente contra los cánones estatuidos, soterrados o explícitos, del orden familiar burgués, seré otra vez arrojado a los márgenes de la sociedad y encerrado policialmente.

Estas cuatro marginalidades, me ubican, en efecto, aquí y ahora, dentro de la Venezuela de hoy, en un lugar-otro, a contracorriente. Como te decía: en la medida en que, más que aceptar, asumo consciente y voluntariamente esas cuatro marginalidades con ese talante psíquico y espiritual que Nietzsche llamaba “amor Fati”, es decir, amor al propio e indoblegable destino (la lectura estudiosa de los dramaturgos griegos nos pueden enseñar cómo se alcanza la estatura trágica haciendo que entren en comunión, dentro del propio psiquismo, la libertad y el destino); yo las elijo como mi vía personal de acceso al centro. Cristiano, poeta, homosexual y paciente psiquiátrico son sendas periféricas que me llevan, así lo espero, a la centralidad existencial inédita.

Por otra parte esas marginalidades, al interconectarse, configuran una vocación de soledad. En virtud de ellas, yo soy vocacionalmente un solitario. En el primer texto de Poemas de Quebrada de la Virgen, hablo de mí como un “monje laico”. La palabra española monje viene de la griega monachos, que significa solo. Siempre han existido y existirán monjes, o sea, seres humanos que se sienten llamados a la soledad, y no necesariamente dentro del ámbito claustral de un monasterio. Seres vocacionalmente al margen de los prevalecientes modelos civilizatorios que signan determinadas horas históricas, al margen de comportamientos gregarios y masificados, al margen de los patrones colectivos. Ellos empiezan por escoger una vida cotidiana dentro de la cual la soledad tiene la primera y la última palabra, porque esta cotidianidad solitaria les permite salir del circuito social de lo que Pascal llamaba la “diversión”, es decir, el ruido, el ajetreo y el tumulto, la anestesiante vocinglería social enemiga del desarrollo interior, de la lenta maduración del alma, cuyo desenvolvimiento exigente y pausado tenemos que proteger. Henry David Thoreau, Emily Dickinson, Simone Weil y Thomas Merton fueron, cada uno a su manera, solitarios de ese tipo, monjes que nos interpelan desde la marginalidad asumida.

De mí depende y de nadie más, que mi soledad se degrade a un individualismo militante, sordo y ciego frente a las heridas sangrantes de mi entorno, o, por el contrario, venga a ser una soledad poblada de presencias amadas, llena de atención, de tacto y de delicadeza ante el dolor ajeno. Una vez más: cristianamente hablando, esa sería la única manera de que mi marginalidad alcance el centro. La soledad es la otra cara de la comunión. Bien entendida no se opone a ésta: la supone y la implica.

Para terminar, y como colofón de estas reflexiones en torno a la relación entre el centro y la periferia, quiero contar cómo un día, en Mérida, dentro del marco de un evento literario donde coincidimos, Eugenio Montejo de pronto me dijo inopinada y abruptamente: “Armando, tú estás siempre donde está el logos”. Este elogio abrumador, desgraciadamente, no es cierto, como lo compruebo todos los días. Pero ojalá Dios me conceda hacerlo alguna vez verdadero.

Armando Rojas Guardia Poeta, crítico y ensayista venezolano, tuvo un papel fundamental en la fundación del Grupo Tráfico, y ha publicado numerosos poemarios y colecciones de ensayos, entre ellos "Del mismo amor ardiendo" (1979), "Yo supe de la vieja herida" (1985), "Poemas de Quebrada de la Virgen" (1985), "Hacia la noche viva" (1989), "La nada vigilante" (1994) y "El esplendor y la espera" (2000).

miércoles, 1 de mayo de 2013

LA MALDAD TOTALITARIA, FERNANDO MIRES





Por Fernando Mires

www.prodavinci.com

La masa y el líder no constituyen de por sí una religión, como repitió muchas veces Hannah Arendt A. Son su simple simulacro, o si se quiere, una visión degradada de lo divino en lo más banalmente humano
El libro The Origin oft Totalitarism (1951) ocupa un lugar importante en la obra de H. A., lugar que ella probablemente no buscó sino que fue impuesto por el devenir histórico. Esa suerte de selección que, en última instancia es política, ocurre por lo demás con muchos otros autores quienes permanecn en el recuerdo no por los temas a quienes ellos dedicaron mayor atención sino por otros que, debido a circunstancias difíciles de predecir, obtuvieron una mayor publicidad. La publicidad de un texto – quiero afirmar- la determina el tiempo en que vive un autor, no el autor.

En el caso de H. A. es fácil constatar que la centralidad obtenida por sus trabajos acerca del fenómeno totalitario obedece a dos razones históricas: la primera, derivada de los imperativos de la Guerra Fría, surgió de la necesidad política de caracterizar al “enemigo” internacional de la democracia occidental: en ese tiempo el estalinismo.

Como es sabido, gran mérito de H. A. fue estudiar el totalitarismo en sus dos formas principales de expresión, la nazi y la comunista, pero no como “sistemas sociales” conceptualmente petrificados sino como revueltas “hacia” y luego “desde” el Estado, revueltas dirigidas no sólo en contra de la democracia occidental sino sobre todo en contra de ese legado que recibimos desde la Atenas filosófica: la política como forma de vida destinada a reglar conflictos ciudadanos.

Si quisiéramos definir en clave arendtiana el sentido del totalitarismo, habría que decir que el totalitarismo es la anulación de la política mediante el Estado, anulación que lleva a la sustitución de la política por el terror del Estado que sin sustento político se convierte en un Estado total. El Estado total es a la vez el terror total. Y como trataré de demostrar es, desde una perspectiva política, la maldad total o la maldad radical. Con ello ya estoy adelantando que el tema del mal (o de la maldad) y el tema del totalitarismo no constituyen en el pensamiento de H. A. dos “teorías” diferentes sino dos ángulos destinados a abordar la misma realidad: la negación del pensamiento, y en este caso, la negación del pensamiento en la política: el pensamiento político.

La segunda razón que explica la centralidad del tema del totalitarismo en la obra de H.A. viene del periodo “post- guerra fría” surgido a partir del derribamiento del muro de Berlín en 1980, símbolo gráfico y real de las diferentes revoluciones democráticas que tuvieron lugar en la Europa del “Este político”.

De más está decir que a partir de la caída del nefasto muro, el mundo político vivió una suerte de fiesta democrática. Muchos intelectuales liderados por las visiones de Fukujama y otros, imaginaron que la historia de la anti-democracia quedaba atrás, y en ese ambiente festivo los análisis del fenómeno totalitario realizados por H. A. alcanzaron una ardiente actualidad. El tema del totalitarismo pasó, a su vez, a formar parte del currículum en diversos institutos socio y polito-lógicos y, en ese marco, el texto de H. A. Los Orígenes del Totalitarismo llegó a ser un objeto de imprescindible consulta.

Quizás habría que agregar una tercera razón para explicar el relieve político acanzado por el libro de H. A. acerca del totalitarismo, y ella tiene que ver con el hecho ya comprobado de que las visiones ultraoptimistas acerca de una rápida democratización del orbe no tuvieron ninguna justificación. En efecto, después del derrumbe del comunismo no sólo no tuvo lugar la ansiada democratización planetaria sino, además, han sido consolidados nuevos proyectos cuyos objetivos pueden ser calificados, en algunos casos, como para-totalitarios. En breve: los estudios acerca del fenómeno totalitario no han perdido actualidad.

Todavía nadie está muy seguro, por ejemplo, si el término totalitarismo, de neta raigambre europea, puede ser aplicado a las teocracias islamistas consolidadas en los últimos tiempos como reacción a la cruzada emprendida por el presidente Bush después del 11.09. Tampoco son avances democráticos los proyectos de poder total que se anidan en las jefaturas ideológicas en algunos países sudamericanos cuyos representantes sostienen ya abiertamente la tesis (de origen fascista) de que el pueblo, la nación, el partido, el gobierno y el Estado deben ser entendidos como una unidad absoluta (por ejemplo, García Linera 2010) En fin, ni el peligro dictatorial, ni las visiones totalitarias han desaparecido del todo. Del mismo modo es imposible afirmar que las democracias de tipo occidental están protegidas para siempre del peligro totalitario. No hay que olvidar que tanto el fascismo como el nazismo emergieron desde el interior de formaciones democráticas. Incluso puede ser posible que en nombre de la propia democracia emerjan proyectos antidemocráticos, ideológicos, fundamentalistas y misionales. Por ejemplo, John Gray, en su ya popular obra Apocalyptic Religion and the Death of Utopía” (2007) ha demostrado con lógica y hechos irrebatibles como al interior del gobierno Bush yacían concepciones totalizantes cuyo objetivo era realizar la utopía democrática mundial no importando los medios que se utilizaran, incluyendo violaciones a los derechos humanos, guerras “preventivas” y -como sabemos por Guantánamo- campos de concentración y torturas.

En fin, el ser humano no es democrático por naturaleza –lo que siempre destacaba H. A.- de modo que la tentación totalitaria asoma en tiempos y lugares menos esperados. Incluso en nombre de la democracia. Es en ese sentido que, siguiendo a Kant, H. A. manifestó en diversas ocasiones que la capacidad de pensar va siempre anudada con la capacidad de mentir. O dicho así: casi siempre olvidamos que la razón porta consigo no sólo la posibilidad de razonar sino también la de racionalizar. De este modo somos siempre proclives a justificar los peores actos en nombre de ideales superiores y cósmicas ideologías.

2.

De acuerdo a un tratamiento sociologista del tema del totalitarismo, H. A. es considerada como la teórica de los sistemas totalitarios por excelencia. Craso error. Los estudios de H. A. con respecto al tema están muy lejos de ser un análisis de determinadas estructuras sociales, sociológicas o sociologistas de “tipo” totalitario. Del mismo modo será necesario destacar algo que gran parte de quienes se han ocupado de la obra de Arendt han pasado por alto: jamás H. A. desarrolló una teoría del totalitarismo como sistema social. Y no lo hizo porque jamás pretendió ser una teórica social.

H. A fue, antes que nada, una pensadora filosófica – y teológica- de la condición humana, sobre todo cuando esta condición se hace presente bajo la luz radiante de la política. Eso quiere decir que ella estaba muy lejos de ocuparse de determinadas teorías sistémicas. Su preocupación central fue siempre el ser humano en relación consigo y con los demás. Ésa, la humana, no es para H. A. una condición antropológica o social, sino – siguiendo la ruta trazada por Husserl y Heidegger pero elevada hacia “lo público”- la de aquel ser humano que “existe siendo” pero sin acceder nunca hacia la totalidad del Ser que es, de acuerdo a la teología arendtiana, Dios. Dios: palabra que rara vez se decidió a pronunciar Heidegger, pero que sobredetermina toda su concepción del Ser, como ha demostrado, desde su perspectiva judía, Marléne Zarader (1990) en su hermoso estudio sobre la filosofía heideggeriana. Es por eso que afirmo aquí que para alguien como H. A. el totalitarismo no es “un tipo de sistema social”, sino el resultado institucional de la degradación del espíritu, tanto colectivo como individual.. En fin, lo que quiero decir es que H. A. no era Max Weber, ni nada parecido.

El totalitarismo (o Estado total) para escribirlo de modo simple, surge, o puede surgir, sobre las ruinas del pensamiento político que es a su vez la condición de vida de esa construcción imaginaria que los sociólogos denominan “la sociedad”. O dicho en exacto sentido arendtiano: allí donde desaparece la diferencia entre el mundo del pensar y el del actuar desaparece la política y así el Estado ya no será de todos sino todos seremos del Estado.

Habiendo perdido la condición política, dejamos objetivamente de ser ciudadanos y con ello nos convertimos en seres banales. Y si somos banales, todos nuestros actos, incluyendo nuestras maldades, serán banales. Ese es el sentido original de la “banalidad del mal”. No puede pensarse entonces en la banalidad del mal sin pensar en la banalidad de los malvados, lo que no quiere decir, por supuesto, que el mal será siempre banal. El mal es banal cuando es cometido por seres banales y, sobre todo, banalizados. Los ideólogos, los hechores, los grandes fundadores del Estado totalitario estaban, por el contrario, muy lejos de ser seres banales. Eran, sí se quiere, no demonios, pero sí, seres demoníacos. Pero las innombrables maldades de los seres “demoníacos” no habrían podido jamás cometerse si no hubiesen contado con la colaboración de multitudes de seres banales.

Anticipo entonces una tesis: la banalidad del mal es para H. A. una de las condiciones imprescindibles de la radicalidad del mal. O mejor dicho: hay una relación de estrecha colaboración entre la maldad radical y la maldad banal hasta el punto que la primera sólo puede hacerse presente sobre la base de la primera.
Al escribir las últimas frases resulta más que evidente que estoy tratando de hacer una relación entre dos textos “clásicos” de H. A. El ya mencionado sobre los orígenes del totalitarismo, y el controvertido estudio sobre el caso Adolf Eichmann: Eichmann en Jerusalén (1964). Dos textos que jamás deberían ser leídos separados el uno del otro. Dos textos que no encierran dos “teorías” diferentes. Dos textos que son tentativas respuestas surgidas frente a esa pregunta que perseguía a H. A. ¿Cómo fue posible tanta, pero tanta maldad en un país supuestamente culto como era la Alemania pre-hitleriana? En el primer texto nos son presentados algunos escenarios y descripciones del horrendo crimen. En el segundo, los banales individuos que hicieron posible el crimen de los cuales Eichmann fue para H. A. sólo un representante entre varios.

El libro sobre los orígenes del totalitarismo es, visto de un modo formal, un tomo que contiene tres libros que podrían haber sido publicados perfectamente de modo separado. El primer libro es “El Antisemitismo”, el segundo, “El Imperialismo”. Recién el tercero está dedicado al tema de la dominación totalitaria. Como señala Karl Jaspers en su prólogo a la edición alemana (1955), se trataría de un libro de historia. Pero no es, en estricto sentido, un libro de historia. Analizando la estructura general del libro se observa que los dos primeros textos son de verdad, de historia, pero ellos están puestos al servicio del tercero, que no es de historia. Ese tercer texto titulado “la dominación totalitaria” pese a estar al final de libro es, a su vez, y paradójicamente, el centro del libro. Y si hubiera que definirlo, habría que decir que se trata de un texto político que contiene profundas connotaciones filosóficas, mas no de un texto histórico.

H. A. comienza estableciendo una premisa aparentemente sociológica, a saber, que los orígenes del totalitarismo hay que encontrarlos en el derrumbe (desintegración) de las estructuras que conforman la llamada sociedad de clases. Con esa formulación, H. A. se sitúa en polémica abierta con la tesis marxista que confiere un rol progresivo al derrumbe de las estructuras sociales de clase. No así para Arendt. Para ella las clases constituyen el andamiaje arquitectónico que da sentido y forma a la sociedad. Efectivamente: sin clases no hay alianzas de clases ni asociaciones de clase. Cada clase comporta la existencia de asociaciones, las que son inter y extraclasistas. Sin clases no puede hablarse de asociaciones y sin asociaciones no hay, por supuesto, “sociedad”.

De acuerdo a Arendt el derrumbe de las estructuras clasistas –que no es lo mismo que la desaparición de las clases- no proviene ni da origen a una sociedad igualitaria sino a una sociedad de masas la que a su vez origina la desigualdad más radical posible que es la que se da entre un pueblo masificado y un Estado que reclama para sí el monopolio absoluto de la política. Mas todavía, según H. A. todo régimen totalitario es precedido por movimientos sociales de masa que se articulan simbólicamente en torno a la figura de un Führer (conductor). De este modo, las clases, aún existiendo, asumen la forma de masa y la masa la forma de populacho (Mob). Este, al que podríamos llamar “momento populista del totalitarismo”, es una condición ineludible a toda formación totalitaria. Por lo demás, H. A. no está muy sola con esa opinión. De una u otra manera es muy similar a la de autores que han visto en la “masificación de lo social” un signo de desintegración no sólo social, sino sobre todo político y espiritual. Entre varios podemos mencionar a Gustavo le Bonn (1951), Sigmund Freud (1993), Elías Canetti (1980) y Ortega y Gasset (1971)

“Movimientos totalitarios son movimientos de masa y ellos son hasta ahora la única forma de organización que han encontrado las masas modernas y que parece ser adecuada para ellas”, escribió H. A. (1955:499). Formulando la misma tesis en términos actuales, podemos decir que todo régimen totalitario tiene un origen populista aunque no todo movimiento populista culmina necesariamente en un régimen totalitario. Ese es, por cierto, uno de los postulados principales de quienes han dedicado esfuerzos para estudiar el populismo moderno, entre otros, Ernesto Laclau (2005). El movimiento totalitario sería, en ese sentido, una forma de re- articulación que surge de la desarticulación clasista la que a su vez lleva a la “sociedad de masas”. La desarticulación clasista tiene entonces dos posibilidades: o no es sucedida por ninguna re-articulación y deriva en aquella situación de “anomia” o desintegración general descrita por Durkheim (1967) o encuentra nuevas formas de rearticulación dentro de las cuales las más conocidas son las populistas las que, bajo determinadas condiciones dan origen a sistemas de dominación totalitaria.

Ahora, el segundo momento que lleva a la consolidación de un sistema de dominación totalitaria ocurre cuando tiene lugar aquello que H. A. llama alianza entre el populacho (Mob) y la élite. En este punto será necesario precisar que ni el concepto masa (populacho) ni el concepto de élite son usados por H. A. de acuerdo a su significado sociológico tradicional. Según ese significado, la masa estaría formada por los sectores más pobres de la sociedad y las élites, por grupos selectos de profesionales. Para H. A. en cambio, la masa no son “los más pobres” sino todos aquellos que, independientemente a sus pertenencias sociales se ponen bajo la disposición de un líder y de un Estado totalitario. A su vez, las élites no son para ella los grupos más selectos sino articulaciones que se desligan de las relaciones sociales con el objetivo de convertirse, de acuerdo a una expresión de Poulantzas (1968), como “clase en el poder” .

Las élites en el sentido arendtiano pueden estar constituidas por una banda de demagogos (caso del nazismo) o por un partido leninista. Hoy podríamos agregar, de acuerdo a casos latinoamericanos (pinochetistas y castristas) por una jefatura militar o, en el caso islamista, por una teocracia impenetrable (ejemplo: Irán). En síntesis, el concepto de élite tiene para H. A. una connotación política y no social, y mucho menos sociológica. Las élites de Arendt no tienen nada que ver con las de un Gaetano Mosca o las de un Wilfredo Paretto.
Hechas estas precisiones podemos entonces mencionar el tercer momento que lleva, según H. A., a la construcción del edificio totalitario. Dicha construcción está condicionada por aquello que la filósofa llama la propaganda totalitaria.

La propaganda totalitaria precisa, de acuerdo a A. H., de una ideología totalitaria y de un líder totalitario. De ahí que el objetivo de esas propaganda está destinado a minar las reservas espirituales de cada ser humano, su capacidad de reflexión y juicio, es decir, a sustituir las ideas por ideologías. Eso pasa, evidentemente, por la destrucción de las instituciones destinadas a producir ideas, sobre todo las Universidades, las que en un regimen totalitario son convertidas en museos ideológicos. Las ideologías son, en este caso, el sustituto de las ideas o, como formulé en otra ocasión: son sistemas de ideas petrificadas (Mires 2002)Y efectivamente; quien es poseído por una ideología no piensa, es pensado por la ideología. Pero a la vez, las ideologías están representadas por encarnaciones terrenales, y si las ideologías son infalibles, sus representantes también lo serán. La creencia en la infabilidad de líder es, según H.A., uno de los atributos inherentes a todo régimen totalitario.

3.

Para muchos autores, la fusión entre ideología, masas y líder contiene en sí los elementos que llevan, tanto desde una perspectiva dogmática como ritual, a la formación de un nuevo tipo de religión. Pero la ideología, la masa y el líder no constituyen de por sí una religión, como repitió muchas veces H. A. Son su simple simulacro, o si se quiere, una visión degradada de lo divino en lo más banalmente humano.

Así se explica porque todos los regímenes totalitarios, o con pretensiones de serlo, han entrado siempre en conflicto con las religiones y las confesiones, y uno de sus objetivos principales ha sido y será, si no destruirlas, reducirlas a un status marginal. En fin, de lo que se trata mediante la aplicación sistemática de la propaganda totalitaria es de reducir la capacidad espiritual de cada individuo.

Pero como la espiritualidad no puede ser separada de la capacidad de pensar –no olvidemos: el pensamiento es el medio que lleva al espíritu- la reducción de la espiritualidad no puede significar otra cosa que la banalización de cada ser humano a fin de que sea sometido al arbitrio ideológico y policial del líder total, representante del pueblo, de la nación, del partido y del Estado, a la vez.

La banalización del ser humano precisa, en consecuencias, de su des-moralización radical, la que no ocurre, por cierto, de un día a otro; se trata más bien de un proceso, y en Alemania, como en otras naciones, ese proceso comenzó aún antes de que Hitler se hiciera del poder. Los estudios de Max Weber acerca de la racionalización de las empresas y del Estado son bastante útiles para todos aquellos a quienes interese analizar los orígenes del totalitarismo moderno, sobre todo si se tiene en cuenta que Hitler y su banda llevaron la lógica de la racionalización al espacio de la política y luego la pusieron al servicio de su objetivo final: el genocidio. De este modo, los campos de concentración eran vistos por sus técnicos y administradores como simples fábricas. Y efectivamente: eran fábricas destinadas a la producción en masa de la muerte.

Ahora, des-moralización, desde el punto de vista filosófico significa la supresión de esa segunda voz que potencialmente todos portamos en aquel órgano virtual que llamamos “conciencia”, voz que nos indica, a través de ese dialogo dinámico que es el pensamiento, cuales son las diferencias entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto, entre lo verdadero y lo falso. Sólo cuando esa voz interior calla, o es enmudecida, seremos definitivamente banales, esto es, seres en condición de dejarse llevar por la voz altisonante del líder supremo que todo lo sabe, que todo lo piensa y en quien sólo necesitamos creer para alcanzar la redención sobre la tierra. Es por esa razón que la des-moralización desde el punto de vista teológico recibe otro nombre: demonización.

Para que exista demonización se requieren, como en el Fausto de Goethe, dos entidades. El demonio que nos posee, y el personaje faústico; es decir, el demonio y el demonizado. ¿Y qué es el demonio desde el punto de vista teológico? En primer lugar, un vacío producido por la ausencia de Dios en el alma. Eso significa que si Dios se presenta en lo bueno que hay en cada uno, el demonio no se presenta como presencia sino como ausencia, es decir: como ausencia de bien. Luego, el ser banalizado es el ser vaciado de bien. Sólo a través de ese vacío (o vaciamiento) de las nociones del bien puede penetrar en plenitud la presencia del mal, presencia que sólo emerge frente a la radical ausencia del bien. Pero a la vez, y aquí reside la perversión final de cada proceso de banalización colectiva, la presencia del mal no se presenta en nosotros como mal, sino como bien supremo. O en otros términos: cuando perdemos la noción del mal, perdemos a su vez la noción del bien. Y al no poder o saber diferenciar entre la maldad y la bondad, caemos en la banalidad total, condición a su vez -ésta es la idea de H. A.- de la maldad radical representada en los campos de exterminio: el triunfo del principio de muerte (el mal) por sobre el principio de vida; el asesinato masivo configurado como un simple proceso de producción técnica del cual, en definitiva, nadie aparece como ejecutor total. Es en ese sentido que H. A. vio en los campos de concentración y de exterminio, o en la visión inerranable del Holocausto, aquello que Emmanuel Kant ni siquiera imaginó al acuñar el término del “mal radical” (1995).


El mal total, o mal radical puede, a su vez, ser entendido desde la perspectiva de una teología negativa, que eso es al fin la demonología, como la demonización del humano entendiendo por demonización el proceso sistemático que lleva a la anulación pensante del ser (espiritualidad). Esa es, a la vez, una tesis de Hannah Arendt, tesis que fue desarrollada en profundidad en su libro Zwischen Vergangenheit und Zukunft (Entre el Pasado y el Presente)


De acuerdo con H. A. es imposible establecer una relación de equivalencia entre ideología y religión (2000: 324) La razón es que mientras la ideología bloquea el desarrollo del pensamiento (espíritu) la religión, para que sea tal, requiere, más allá de sus rituales, de altas cuotas de espiritualidad.

Creer en Dios es pensar en Dios, luego no podemos acceder a Dios fuera del pensamiento que es precisamente la instancia que anula cada ideología, sobre todo cuando esta ideología es impuesta desde un Estado total. Ahora, según H. A., una de las propiedades de las ideologías modernas (marxismo, fascismo, liberalismo) es haber eliminado el temor al demonio, o lo que es igual: la creencia en el infierno. El demonio y el infierno no son, por lo tanto, dos entidades materiales –y en ese punto Arendt está de acuerdo con la teología moderna- sino la negación del bien, negación que llegó en Alemania a radicalizarse hasta el punto que lo hechores de los crímenes más horrorosos no se reconocían ni ante sí mismos ni antes los demás como culpables. Con su ironía acostumbrada, dijo una vez H. A. al visitar Alemania, después de la guerra. “Ahora resulta que en Alemania nunca hubo un solo nazi”.

“Si el demonio no existe, todo está permitido”, podemos decir invirtiendo la frase del Fedor Karamazov de Dostoyevski. Eso significa que sin la presencia amenazante del mal no reconocemos la posibilidad del bien, y al no poder diferenciar el mal del bien nos convertimos en seres no pensantes (banales). Como escribiera H. A. en su libro Ich will verstehen (Yo quiero entender): “Yo estoy segura que toda la catástrofe totalitaria no habría sobrevenido si la gente hubiera creído más en Dios, o por lo menos en el infierno” (1998: 85). Eso quiere decir que los hombres que llevaron a cabo el Holocausto no sólo eran seres que no conocían la noción del mal. Tampoco –y por lo mismo- eran capaces de sentir culpa. Y, por cierto, como ocurrió con Eichmann, no sabían pedir perdón.

El Holocausto es la presencia real de la consumación del mal total, aquella que se expresa en el proyecto de convertir a los humanos en cosas superfluas que pueden y deben ser eliminados por un designio ideológico concebido por seres demoníacos. Ahora, que ese proyecto hubiese sido implementado no sólo por los más radicales malvados de la historia universal sino por seres humanos banales, no sólo no disminuye la radicalidad del mal. Por el contrario: la sobre-dimensionaliza hasta llegar a un punto donde, aún después del horrendo crimen cometido al pueblo judío, ni siquiera el pensamiento puede alcanzar la presencia del mal. Y no lo puede alcanzar porque la banalidad del mal presupone, en primera línea, la eliminación del pensamiento. O dicho así: el pensamiento no puede pensar lo que está afuera del pensamiento: la total, la absoluta, la radical banalidad del mal. La banalidad del mal no es, luego, un atenuante de la radicalidad del mal. Es, si se quiere, su complemento, su condición necesaria. Sin extrema banalidad la maldad radical no podría ser posible.

4.

En crónicas después compiladas bajo la forma de un libro, H. A. creyó encontrar en Eichmann el prototipo representativo de la banalidad del mal.

Que con su seriedad de gran historiador Hans Mommsen (1964: l- XXXll) hubiese descubierto después de la publicación del libro de H. A. que Adolf Eichmann no era el representante más adecuado de la banalidad del mal sino un gran actor que ante el juicio simuló ser banal con la esperanza de salvar su miserable vida, no devalúa en nada la idea de H. A. en el sentido de que su descripción de Eichmann corresponde, si no con Eichmann, con la biografía de miles de ciudadanos alemanes cuya conciencia fue minada desde el poder y cuya noción del bien fue sepultada bajo el peso de una ideología del mal. Miles de seres vaciados de sí mismos, individuos atomizados que dejaron de ser personas para convertirse en hordas, piezas de una maquinaria infernal puesta al servicio de la muerte colectiva.

Los Eichmann, descubrió Hannah Arendt, pueden ser incluso muy inteligentes, prolijos y responsables en sus trabajos. Pueden cultivar incluso, y con gran dedicación, todas las llamadas virtudes secundarias (puntualidad, limpieza, orden, disciplina, etc.) Pueden ser, además, excelentes “jefes” de familia. Pero no saben o no quieren pensar. Y pensar, para H. A. – en ese punto sigue a Kant quien siempre hacía la diferencia entre el pensar y el entender- viene de una actividad, no de una pasividad del espíritu. Sólo a través del pensamiento activo –hay que repetirlo- podemos reconocer la diferencia entre el bien y el mal.

H. A. vio en Eichmann lo que fueron muchos cómplices y actores del nazismo: un ser incapacitado para pensar y por lo mismo alguien que al no saber distinguir la diferencia entre el bien y el mal sólo podía funcionar, pero no vivir. Un funcionario, es decir, alguien que funcionaba y nada más. Sin esos seres funcionales ninguna dictadura totalitaria puede ser posible. Sin la horrible banalidad del mal –“frente a la cual la palabra falla y el pensamiento fracasa” (Arendt 1964:300) – el mal, en su expresión total y radical, nunca habría podido existir.



Referencias:

Arendt, Hanna Ich will verstehen Piper, München 1996

Arendt, Hanna Über das Böse, Piper, München 2007

Arendt, Hanna Zwischen Vergangenheit und Zukunft, Piper, München 2000

Arendt, Hannah Eichmann in Jerusalem, Piper, München 1964

Arendt, Hannah The Origin oft Totalitarism Harcout Brace Jovanovich, New York 1951. La edición alemana lleva como título Elemente und Ursprünge totaler Herrschaft, Piper, München 1955

Canetti, Elias Masse und Macht, Fischer, Frankfurt 1980

Durkheim, Emile Les regles de la méthode sociologique, París 1967

Freud, Sigmund Massen Psychologie und Ichanalyse, Fischer, Frankfurt 1993

Gray, John Apocalyptic Religion and the Death of Utopía” Farrar, Straus, and Giroux, New York 2007

Kant, Immanuel Methaphysik der Sitten, Werke 5, Könemann, Köln 1995

Laclau, Ernesto La razón Populista, FCE, Buenos Aires 2005

Le Bon, Gustave Psychologie der Massen, Kroner, Stuttgart 1951

Linera García, Alvaro Del Estado aparente al Estado integral. Revista Nueva Crónica, La Paz (26 de febrero hasta el 11 de marzo de 2010) Núm. 51, pp 10-12

Mires, Fernando Crítica de la Razón Científica, Nueva Sociedad, Caracas 2002

Mommsen, Hans Hanna Arendt und der Prozeß gegen Adolf Eichmann en Arendt 1964

Ortega y Gasset La Rebelión de las Masas, Alianza, Madrid 1971

Poulantzas, Nicos Pouvoir Politique et classes sociales de lé état capitaliste, Maspero, Paris 1968

Zarader, Marléne La dette impensée, Heidegger et l’héritage hébraique, Du Seuil; Paris 1990

miércoles, 3 de abril de 2013

MUJERES MALDITAS (EL ESTIGMA DE SER UNA MUJER PENSANTE)





Milagros Mata Gil


I.

En días pasados, un dirigente político venezolano dijo que la prostitución era producto del capitalismo. Los hechos históricos demuestran que tal enunciado es una mentira, lanzada desde la audacia de la ignorancia. Además, coloca a las prostitutas como objetivo de toda una crítica pseudomoralista, impropia de los tiempos que vivimos y más aún de esos que buscan una nación que no excluya a sus habitantes.

Hasta hace muy poco, quizá medio siglo apenas, las mujeres escritoras o intelectuales eran etiquetadas como prostitutas o ligeras de cascos. Y eso, desde mucho tiempo atrás: en los años que transcurrieron entre 470 y 400 antes de Cristo, una mujer llamada Aspasia de Mileto cooperó con el establecimiento teórico de las bases de la democracia como hoy la conocemos. Los textos que se refieren a ella dicen que era experta en retórica, logógrafa, cronista, y que tenía un burdel al que acudían políticos, empresarios y pensadores de la antigua Grecia, incluyendo a Sócrates. Así, pues ella era una hetaira, vivió con Pericles, de quien tuvo un hijo, y a la muerte de Pericles, fue la mujer de Lisicles, otro personaje con poder.

Las hetairas de Atenas eran cortesanas y mujeres de compañía que, además de ofrecer belleza exterior, ostentaban una buena educación y amplia cultura, tenían independencia económica y pagaban impuestos. Eran posiblemente lo más cercano a mujeres liberadas que había en la sociedad de entonces, y de esa manera Aspasia se convirtió en el ejemplo más obvio de cómo las mujeres en la antigua Grecia debían buscar otras vías para participar en la vida pública. Una hetaira, Diótima, fue quien enseñó Sócrates el concepto del amor que pasaría a la posteridad en El Banquete, de Platón.

Según Plutarco, Aspasia era comparable a la famosa Thargelia, otra hetaira jónica de la edad antigua. Como extranjera y hetaira, Aspasia estaba libre de las restricciones legales que tradicionalmente confinaban a las mujeres casadas al ámbito del hogar, y por tanto, gozaba de la libertad suficiente para participar en la vida social y política ateniense.

El gran orador ateniense, Demóstenes, clasifica la sociedad femenina de la siguiente manera:
“Tenemos a las hetairas para el placer, a las pallakae (concubinas) para que se hagan cargo de nuestras necesidades corporales diarias y a las gynaekes (esposas) para que nos traigan hijos legítimos y para que sean fieles guardianes de nuestros hogares…”

En griego koiné se diferencian, además de las señaladas, las porné, o prostitutas propiamente dichas, diferentes de las hetairas. En el italiano moderno se diferencia la troia, concubina o amante, de la puttana. Posiblemente ambas reciban recompensas económicas por el servicio que proveen, pero cada una lo recibe de una manera diferente. En Fiesta, canción de Joan Manuel Serrat, al finalizar el evento la zorra rica va al rosal y la zorra pobre va al portal.

Un caso similar, en la misma época, es el de Safo de Lesbos, poetisa mencionada entre sus contemporáneos. Ella fundó una academia para educar a las mujeres de clase alta que allí encontraban un adecuado albergue intelectual y artístico. Las mujeres que allí iban aprendían a leer y escribir, a dibujar y tallar, practicaban artes de cerámica y creaban sus propias vestiduras. Los comentarios señalaban que Safo era homosexual, de lo que ha derivado el nombre de lesbianas (de Lesbos) para designar a las mujeres cuya orientación sexual se dirige a personas del mismo sexo. Quizá fue verdad, pero más bien parece una forma de la descalificación.

De hecho, tanto Aspasia como Safo fueron foco de muchas injurias y vilipendios entre esos que cuestionaban o envidiaban la influencia que ejercían. Los que escribieron en su contra mezclaban los chismes con las bromas, los litigios reales con el poder que tenían o que les inventaban. Y ambas salieron indemnes de cada uno de los numerosos conflictos en los que se las mezclaron.

Muchas mujeres han tenido que recurrir a uno de los dos destinos que su pasión por el conocimiento y la escritura les marcan: estar en un prostíbulo o en un convento. Ambos destinos van acompañados de una sentencia de apartamiento, de autoexclusión, de autoexilio. Son conocidos los casos de Teresa de Ávila (Teresa de Jesús, 1515-1582) y Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695). La una fue reconocida como doctora de la Iglesia y aceptada como escritora sólo en la medida en que su escritura mantuviera un sentido religioso. La otra, aunque gozó de algo más de libertad creativa, fue constreñida con el argumento de sus votos de obediencia. Ambas tocan en su escritura el erotismo, con diferentes niveles de misticismo. Y ambas reflexionan sobre la sociedad que las obliga a la celda y el templo.

Mary Shelley (1797-1851) fue novelista, dramaturga y ensayista. Hija de Mary Wollstonecraft, escritora y filósofa que jugó un importante papel en los movimientos que buscaban la dignificación de las mujeres y del filósofo William Godwin, es más conocida por su novela Frankestein o el Moderno Prometeo, aunque publicó otras novelas, obras de teatro y ensayos. Frankestein fue escrita entre 1816 y 1818, fecha de su publicación, fue editada como anónima, y muchos se la atribuyeron a Percy Shelley, el esposo, quien escribió el prólogo de la primera tirada. Con un destino azaroso, Mary Shelley se las arregló para ser madre, amante, esposa, viuda y recolectora de la obra de su marido, a la muerte de éste, y escribir contra circunstancias muy difíciles.
Otras mujeres, como George Sand (1804-1876) escogieron adoptar el vestido y las costumbres masculinas para ser aceptadas en los círculos intelectuales. Sand adoptó el apellido de uno de sus amantes, Jules Sandeau, por temor a la los prejuicios familiares, pero al convertirse en una novelista exitosa frecuentó las tertulias sociales y artísticas vestida con pantalones y fumando puros y pipas. Fue una madre dedicada y aún fue amante de hombres talentosos que recibieron de ella soporte económico, afectivo y social, tal el poeta Alfred de Musset y el compositor Federico Chopin.



Notable fue también el caso de Jane Austen (1775-1817) a quien la crítica literaria moderna señala como la que hizo la novelización del pensamiento de Mary Wollstonecraft. A pesar de que todas sus obras giran en torno al matrimonio y las relaciones de pareja, ella nunca se casó. Como dice la coplilla rescatada por la escritora mexicana Rosario Castellanos (1925-1974): mujer que sabe latín/ ni encuentra marido/ ni tiene buen fin. Similar destino tuvieron las hermanas Brontë, Emily, Charlotte y Anne: lo primero que publicaron fue un volumen conjunto de poemas y lo hicieron bajo pseudónimos masculinos, aunque después publicaran con sus nombres propios.

En el siglo XX podemos encontrar las huellas de mujeres que, para escribir, tuvieron que ocultarse o hacer concesiones a las sociedades donde les ha tocado vivir, tales como Anais Nin (1903-1977), Alfonsina Storni (1892-1938), Virginia Woolf (1882-1941), Alejandra Pizarnik (1936-1972), Silvia Plath (1932-1963), Eunice Odio (1919-1974), entre otras. Muchas de ellas terminaron suicidándose, incapaces de soportar las presiones sociales y culturales que las agobiaron. Casi todas sufrieron de una soledad mortal.

Pareciera que el sino de una mujer dedicada a la escritura es el de navegar en contra de la corriente. Pareciera que una bendición, como es el don de la escritura, tuviera que ser asumida como un sacrificio donde las mujeres, al igual que Proteo, se tienen que transformar en otras criaturas para evitar que las capturen en jaulas, quizá de oro en alguna parte, pero jaulas al fin. Es cierto que poco a poco se han venido abriendo portales que aseguran el libre flujo de la palabra que escriben (que escribimos) las mujeres. Sin embargo, y sobre todo en las áreas de cultura hispanoamericana (aunque no excluyentemente) las mujeres tienen ante sí el drama que ha de conducirlas a la necesaria identidad: la conciliación de sus roles, la asunción de dichos roles sabiendo que se conspira contra el espacio y contra el tiempo.

En mi novela El diario íntimo de Francisca Malabar lo planteo así:


También me viene la imagen de Eunice Odio. La comida se corrompió en una bolsa en la cocina mientras ella moría en el baño, apenas con fuerza para sacar el agua de la bañera y no ahogarse: el corazón, entretanto, se desgarraba: todo se derrumbaba dentro de ella y ella sentía que ése era el último derrumbamiento en medio de tanta miseria. Por supuesto, esto no pertenece a este texto: un escritor verdadero debería esforzarse, más allá de sus propias fuerzas. ¿Más allá, en verdad? Este es un juego duro, una competencia. Se gana o no se gana, de acuerdo con el talento y la suerte y la capacidad de resistir las mil y una zancadillas. Un escritor escribe desde su tierna juventud. Malgasta los cuadernos de la escuela. Enfrenta la censura familiar (la madre que dice: está bien que escribas versos, pero no pienses que vas a vivir de eso: búscate un acomodo, estudia una carrera, no creas que los versos dan ganancias de ningún tipo) Pero el escritor lee hasta que los ojos se le erosionan. Admira a los otros escritores. Sufre terribles depresiones que lo tumban en la cama horas y horas pensando por qué Faulkner o Eliot sí y yo no. Por qué Darío o Baudelaire. Por qué y por qué y por qué. Y recuerda a los santos y mártires de su devoción: San Jimmy Joyce, quien escribía sobre su cama sucia (nada de fresh linen ) en pleno invierno y mandaba a la calle a su mujer y sus hijos para poder escribir en medio del hambre, del frío y de la incomprensión. San Juan Milton, quien se quedó ciego y tuvo que malvender su Paraíso Perdido por un trozo de pan. Santa Virginia Woolf, cuyo destino fue truncado por el peso de unas rocas en un río. San César Vallejo, quien rogaba en su agonía un trozo de pan, de ese exquisito pan francés, y lo pedía en español, en la plenitud indiferente de la humedad parisina. Y el escritor va creciendo en santidad y sabiduría desde su adolescencia: se reúne con sus pares y un día prodigioso comienza a C R E A R LA GRAN OBRA que no lo deja comer, ni dormir, ni hacer el amor. Abandona cualquier distracción: los estudios, el trabajo: al Diablo con los zapatos de los hijos y la ropa y los cuadernos de la escuela y todo lo demás.


Lo que importa es alcanzar la Inmortalidad. Lo que importa es

C R E A R.


Pero un día se encuentra con el rimero de las cuentas por pagar, con las malditas letras atrasadas y con la máquina electrónica sin cinta o la impresora sin papel, porque no hay dinero para comprar, ni crédito que resista tanta labia encendida. Y nada hecho en realidad y menos publicado. Tal vez consiga dinero, piensa, si vendo esto o aquello, o si lo empeño, vana ilusión. Y entonces ¿qué es lo más importante una vez conseguidos algunos fondos?¿la leche de los niños o la cinta para la máquina?¿comprar una resma de papel y separar lo del correo para participar en un concurso o asegurar la carne de una quincena? La decisión es obvia. La pareja entonces lo abandona ¿cómo no hacerlo? No habiendo posibilidades ni siquiera de pan y cebolla, lo mejor es la huída: las mujeres y los niños deben sobrevivir.

Las mujeres escritoras tienen otras opciones: a veces consiguen un ser bondadoso y generoso: un encanto, un elvis del lago que las mantiene, a sabiendas de que quemarán la comida y olvidarán recoger de la lavandería el traje que ellos necesitan usar esa misma noche en una cena importante, o que alguna vez saldrán solas de viaje para hacerse promoción o para investigar algo y encontrarán por allí un amante y que regresarán entre arrepentidas y felices, como el gato que se comió al canario, diciendo: ¿qué voy a hacer si ésa es mi naturaleza? Y ellos, sin embargo, se sienten orgullosos de soportar a ese ser extraordinario y lleno de misteriosos esplendores que tienen en la casa, a su alcance para admirarlo o quizá hasta exhibirlo como a un precioso gato de angora, un jarrón de antigua porcelana china o un candelabro celta de cristal cortado, hasta que se cansan de tanto resplandor, o quizá no se cansan y siguen en él hasta morir, dejando la desconsolada viuda en este mundo traidor. O, a veces, las mujeres escritoras se van, dejan a sus hijos a la Buena del Creador, se los entregan al padre protector y bienaventurado, si es posible, o a los abuelos siempre ansiosos de un chance así, para que los críen bien y los eduquen y los alimenten y ella pueda verlos de tiempo en tiempo sin sentirse demasiado culpable, porque era lo mejor: ellos tienen lo que merecen y cada uno siempre lo tiene. O escogen la soledad y andan por allí perdiendo la vista en ínfimos empleos, escribiendo en los ratos libres, en las altas madrugadas, ansiando ser amadas y amar, aunque queriendo conservar tiempo y espacio: contradicción tras contradicción, paradoja tras paradoja: extrañas estaciones de la Via Vitae: la vida es un jardín de senderos que se bifurcan: opciones del código binario: ¿quieres parir o escribir?¿quieres cenar en un restaurante de lujo o comprar la última novela de Milan Kundera?¿la escritora tiene miedo porque el amado que tiene los ojos color de miel y dulces dulcísimos podría irse o el amado debe sentir miedo porque la escritora se irá en cualquier momento, a riesgo de todo, empalagada por los dulces dulcísimos ojos? Y por si fuera poco, la escritora, más sensible que las demás hembras de su especie, cuando tiene la regla tiende a la hipersensibilidad y la autodestrucción: ¿sabían los críticos literarios que sus comentarios sobre una escritora pueden tener efectos catastróficos si son negativos y ella los lee en el momento de una depresión post-parto o post-aborto o en los linderos de la menopausia?¿Te has preguntado tú, mujer que escribes, por qué razón un porcentaje de sólo un dígito de escritoras llega a ser mencionado en las historias de la literatura?¿es un asunto de Mankind's Power solamente?¿hay un factor de designio fisiológico en ello? ¿una escritora es un jardín floreciendo, florecido o definitivamente sin flores?¿es diferente la cosa si la mujer consigue por su trabajo literario dinero, fama, invitaciones y festejos y halagos y todo lo demás? Oh no no. Siempre habrá quien espíe en su alcoba y en su bolsa de desperdicios para ver el color de su sexualidad y las alternancias de sus ciclos. Y ella lo reforzará, como en una condena. Y al final, la mujer escritora terminará en su casa solitaria: el suicidio, la muerte por inanición, quizá, pero quizá también la muerte en una clínica famosa, acompañada por un rubio secretario que calentó el lecho en la vejez a cambio de un buen sueldo y que aspirará a heredar sus derechos para írselos a gastar con la muñeca que guarda en algún lugar.


(De El diario íntimo de Francisca Malabar)
Milagros Mata Gil

@milagrosmatagil/ milagrosmatagil@yahoo.com

01 de abril de 2013



Fuentes:
http://aspasialahetaira.blogspot.com/2007/10/esta-nota-debi-escribirse-antes-de.html

miércoles, 13 de marzo de 2013

LA GOTA HORADA LA ROCA, NO POR LA FUERZA...




SINO POR SU CONSTANCIA

(frase atribuída a Ovidio)

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